viernes, 6 de abril de 2007

Añoranzas anticuadas

Añoranzas anticuadas

Current mood: confused

A veces pasan cosas, nos marcan y luego nos quedamos el resto de nuestras vidas contagiados de maldad por cosas que sabemos no tienen sentido pero igual nos dan la tranquilidad deseada aunq sin sentido... luego vienen otras cosas q nos marcan y marcan el apostolico vestido de los dias pasados, ya que todo lo pasado automaticamente se convierte en anhelado al momento de seguir para alante... es como una soga incrustada en la mandibula...
Luisfe
aqui los dejo con un relato de Ana Teresa Toro Ortiz... espero les guste

(Des)viacrucis


Imposible olvidar el picor de aquellas telas. Tenía 13 o 14 años -no recuerdo- y había llegado la noche para la cual me había preparado durante varios meses. Interpretaría a la Virgen María en el viacrucis del pueblo que organizaba el grupo de jóvenes de la iglesia.
Confieso que entré a ese grupo y acepté entusiasmada interpretar a la Virgen únicamente porque deliraba por el muchacho -casi 10 años mayor que yo- que haría el papel de Jesús. Pelo largo marrón, barba abundante y ojos tristones... Un hippie avalado por la iglesia, mi sueño y el de mi madre fundidos en un individuo. ¡Albricias!

¿Cómo no participar? ¿Qué tipo de sacrificio podía representar arrastrarme por el pueblo llorando -sin ganas- desconsoladamente con un traje caluroso, si a fin de cuentas la recompensa valdría la pena? Ninguno. Después de todo, los ensayos y el acto de esa noche garantizaban que mi Jesús hippie me prestaría atención ininterrumpida por los minutos que duraran nuestras escenas y, para rematar, tendría el bono de cargarlo en mi regazo, llorar sobre su pecho y limpiar su frente de sangre falsa. No era el día de la resurrección pero juro que me sentí en la gloria.
Creo que mi madre estaba orgullosa, después de todo, tantos años de devoción religiosa habían tenido como resultado, que su hija se entusiasmase con la Semana Mayor.
Debo hacer la salvedad de que cuando digo devoción no bromeo ni por un instante. Íbamos a misa todos los sábados a la misma hora, peinadas como sólo el cepillo Mirtha's puede hacerlo. Cuando se acercaba la Semana Santa, mami nos llevaba -a mi hermana mayor y a mí- a comprar los zapatos blancos de charol con las medias de volantes, que harían juego con los trajes blancos idénticos que cada año mi abuela nos hacía para la fecha. Era la vestimenta de Viernes Santo y la foto que nos sacaban una vez estábamos listas era -sin ánimo de exagerar- pura poesía. La imagen era algo así: dos niñas que se llevan unos cuatro años entre sí, dos trajes idénticos de diferentes tamaños, pollinas abundantes y en perfecta línea horizontal, la menor -yo- sonreída hasta las muelas de lucir igual que su hermana, mientras que la mayor exhibía una línea recta en sus labios de infinita mortificación. Odiaba que nos vistieran iguales.
Ese día, íbamos a casa de abuela y abuelo, veíamos películas religiosas, se comían viandas y pescado -siempre alguien se quejaba de alguna espina en el bacalao- y los "tikis mikis" comíamos arroz blanco con huevo frito. No sé porqué justo ese día es cuando más se me antojaba la carne.
Luego, la procesión en la que siempre llovía. Siempre la caminábamos, cantando a veces, mirando extrañadas los ataudes y las estatuas gigantes que desfilaban por las calles del pueblo y la gente que andaba descalza o de rodillas toda la procesión. "Están pagando promesas", me decía mami. "¿Promesas de qué?", me preguntaba en silencio. "¿Quién puede cobrarle a alguien una promesa así? ¿A qué clase de dios le gusta ver a la gente humillada?".
Nunca entendí el por qué, pero tuve clara la sensación que me provocaba: coraje nuevo, desconocido.
Al finalizar la procesión siempre podía encontrarse algún vendedor de algodón o "popcorn", era una feria de culpa y cuidado de aquel que se riese muy alto o vistiera colores brillantes... ¡Un escándalo!
Con el tiempo mi hermana ganó la batalla y la blancura en el vestuario -envidia de cualquier campaña de Clorox- fue salpicándose con tonalidades en crema y "bone white" hasta alcanzar los tonos y vestidos que a cada una nos pareciera. No recuerdo en qué momento dejaron de ser iguales los Viernes Santos, en qué año dejé de caminar la procesión, tampoco recuerdo ninguno de los sermones, ni de las oraciones que hice; y si soy sincera, esos olvidos no me quitan el sueño.
El resto es predecible, adolescencia, universidad, excusas para no ir a misa, preguntas nuevas y absoluta apatía a todo tema relacionado con religión. Quizá porque conocí el arte, porque me harté de recitar el Credo de memoria sin saber qué estaba diciendo o porque al estudiar periodismo leí demasiado sobre la iglesia, no sé y eso tampoco me quita el sueño, como me consta que no se lo quita a muchos de mi generación.
El banco de los apáticos es cada vez más grande y está lleno de seres desconfiados, que sentimos mayor espiritualidad en un concierto que en una misa, que nos fastidian los mensajes políticos y dictatoriales que salen de los púlpitos, que preferimos confesarnos con los amigos en un blog o con algún extraño en la web, antes de hacerlo con un sacerdote, que no entendemos el discurso de la igualdad para unos sí y para otros no y podría seguir, pero se me acaban las líneas como hace mucho se me acabó la fe en la religión. Aunque es curioso, aún a estas alturas, de vez en cuando, hay noches en las que rezo -en automático- un Padre Nuestro, será por costumbre, porque me quita el miedo o porque sé que eso me conecta con otra gente... no sé y eso tampoco me quita el sueño.

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