jueves, 20 de septiembre de 2007

Diversidad Teatral (la vida es arte, no tiene que parecerlo)

En el ámbito de la literatura no es nada infrecuente reflexionar sobre la propia esencia de lo literario o, al menos, sobre su definición. Seguramente la mayoría de los talleres literarios -en los que la literatura suele ser lo último que se enseña -comienzan preguntándose qué es literatura y qué no. A veces es esto último lo que ayuda a descifrar lo primero. No sólo Bécquer se cuestiona qué es la poesía -y su respuesta, desde luego, es de las menos satisfactorias- y la preocupación por delimitar los materiales que conforman una novela vienen casi desde El Quijote.

También hay discusión sobre la definición del teatro, una discusión además interesante porque el dramático es el único de los géneros literarios tradicionales que emplea de manera regular dos canales para su emisión y recepción –el texto y la representación–. Sin embargo este debate apenas tiene presencia en comparación con los anteriores, algo a lo que uno ya está acostumbrado.

El asunto se mueve entre dos opiniones extremas: la literaria o tradicional, que sostiene que teatro es todo texto perteneciente al género dramático independientemente de su posibilidad o no de representación y la espectacular y más moderna que defiende que teatro es todo lo susceptible de ser representado, tenga o no texto –la espectacular y más moderna–. Para los primeros, teatro sería La Celestina y no La Fura dels Baus mientras que para los segundos ejemplo máximo del arte teatral sería Marcel Marceau y tal vez no El abuelo de Galdós o La Dorotea de Lope, ejemplo polémico donde los haya. La discusión es importante y tal vez en el término medio se halle la vía más cercana a la solución. Un texto dramático no se puede definir por aspectos casi tipográficos –réplicas o acotaciones–, un texto dramático puede ser mudo, pero estar ahí. El teatro es una mezcla en infinitas cantidades de texto y representación, de literatura y espectáculo. La dosis justa se puede obtener, pero no se puede explicar; sólo se ve en el momento en que, en el sillón de lectura o en el patio de butacas, se percibe toda la magia del teatro, el talento del dramaturgo desvelado a través de sus mediadores, bien sean las letras de imprenta o los actores sobre el escenario.

Toda esta perorata que más tarde o más temprano había que soltar y que podía haber surgido con Heiner Müller, Lorca o algún otro, viene al hilo del teatro de Fernando Pessoa (1888-1935), situado en los límites de lo teatral, tan cercano a la poesía y tan distante de la forma canónica del texto dramático, que para muchos será difícil adscribirlo a este género y preferirán incluirlo en su obra poética. No obstante el germen del espectáculo está tan presente que para otros no cabrá duda de su teatralidad.

Luis Navarro

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